sábado, 24 de abril de 2010

Skliar - Juzgar la normalidad

Juzgar la normalidad, no la anormalidad. Políticas y falta de políticas en relación a las diferencias en educación.


Carlos Skliar
ESTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN ANTERIOR DEL TEXTO PUBLICADO:
Skliar, C. (2005) “Poner en tela de juicio la normalidad, no la anormalidad. Argumentos a falta de argumentos con relación a las diferencias en educación”, en Pablo Vain y Ana Rosato (Coord.) La construcción social de la normalidad, Bs. As., Novedades educativas.


1. Acerca de la Educación Especial y la crisis de la “normalidad”.

Parece haber un cierto consenso alrededor de la idea que ya no hay un único modo de entender qué es la educación especial y, entonces, de definir cuáles son sus paradigmas. Más aún: no hay tal cosa como la “educación especial” sino una invención disciplinar creada por la idea de “normalidad” para ordenar el desorden originado por la perturbación de esa otra invención que llamamos de “anormalidad”. Supongo que los especialistas estábamos demasiado acostumbrados a simplificar el problema e identificar la educación especial con las instituciones especiales y referirnos a una oposición estricta entre paradigmas terapéuticos y antropológicos. Sin embargo, a poco que entramos en sus prácticas y en sus discursos se nos hace más evidente que se trata más bien de fluctuaciones, de una suerte de vaivén permanente entre aquellos “modelos” pero no su separación textual, su distinción conceptual. De todos modos creo que hoy en día más que de una cuestión de paradigmas se trata de una verdadera disputa, consciente o no, que creo intenta resolver la siguiente paradoja: la perpetuación o la implosión de aquello que llamamos de educación especial “tradicional”. Más específicamente, me parece que habría que considerar la existencia de una frontera que separa de modo muy nítido aquellas miradas que continúan pensando que el problema está en la “anormalidad” de aquellas que hacen lo contrario, es decir, que consideran la “normalidad” el problema. Las primeras –sólo en apariencia más científicas, más académicas- siguen obsesivas por aquello que es pensado y producido como “anormal”, vigilando cada uno de los desvíos, describiendo cada detalle de lo patológico, cada vestigio de anormalidad y sospechando de toda deficiencia. Este tipo de miradas no es útil para la educación especial ni para la educación en general: lo “anormalizan” todo y a todos. Las otras miradas –tal vez menos vigilantes pero también menos pretenciosas- tratan de invertir la lógica y el poder de la normalidad, haciendo de esto último, de lo normal, el problema en cuestión. Esas miradas tienen mucho que ofrecer a la educación: por ejemplo la desmitificación de lo normal, la pérdida de cada uno y de todos los parámetros instalados en la pedagogía acerca de lo “correcto”, un entendimiento más cuidadoso sobre esa invención maléfica del otro “anormal”, además de posibilitar el enjuiciamiento permanente a lo “normal”, a la “justa medida”, etc. Estas miradas, entonces, podrían socavar esa pretensión altiva de la normalización que no es más que la imposición de una supuesta identidad única, ficticia y sin fisuras de aquello que es pensado como lo “normal”.
Por eso creo que la educación especial podría ser pensada como un discurso y una práctica que torna problemática e incluso insostenible -y más bien imposible- la idea de lo “normal” corporal, lo “normal” de la lengua, lo “normal” del aprendizaje, lo “normal” de la sexualidad, lo “normal” del comportamiento, etc. acercándose de ese modo a otras líneas de estudio en educación, como lo son los Estudios de Género, los Estudios Culturales, el Post-estructuralismo, la Filosofía de la Diferencia. Si aquello que llamamos de educación especial no sirve para poner en tela de juicio “la norma”, “lo normal”, “la normalidad”, pues entonces no tiene razón de ser ni mayor sentido su sobrevivencia.

2. El “malentendido” de las diferencias en Educación.
No temo en afirmar que la educación especial, así como la educación en general, no se preocupan con las diferencias sino con aquello que podríamos denominar como una cierta obsesión por los “diferentes”, por los “extraños”, o tal vez en otro sentido, por “los anormales”. Me parece crucial trazar aquí un rápido semblante sobre esta cuestión pues se viene confundiendo digamos trágicamente la/s “diferencia/s” con los “diferentes”. Los “diferentes” obedecen a una construcción, una invención, son un reflejo de un largo proceso que podríamos llamar de “diferencialismo”, esto es, una actitud –sin dudas racista- de separación y de disminución de algunos trazos, de algunas marcas, de algunas identidades en relación a la vasta generalidad de diferencias. La diferencias no pueden ser presentadas ni descriptas en términos de mejor o peor, bien o mal, superior o inferior, positivas o negativas, etc. Son, simplemente, diferencias. Pero el hecho de traducir algunas de ellas como “diferentes” y ya no como diferencias vuelve a posicionar estas marcas como contrarias, como opuestas y negativas a la idea de “norma”, de lo “normal” y, entonces, de lo “correcto”, lo “positivo”, de lo “mejor”, etc. Lo mismo sucede con otras diferencias, sean éstas raciales, sexuales, de edad, de género, de lengua, de generación, de clase social, etc. Se establece un proceso de “diferencialismo” que consiste en separar, en distinguir de la diferencia algunas marcas “diferentes” y de hacerlo siempre a partir de una connotación peyorativa. Y es ese diferencialismo el que hace que, por ejemplo, la mujer sea considerada el problema en la diferencia de género, que el negro sea considerado el problema en la diferencia racial, que el niño o el anciano sean considerados el problema de la diferencia de edad, que el jóven sea el problema en la diferencia de generación, que el sordo sea el problema en la diferencia de lengua, etc. La preocupación por las diferencias se ha transformado, así, en una obsesión por los diferentes. Y cabe sospechar de esta modalidad de traducción pedagógica que se obstina desdes siempre en señalar quienes son los “diferentes”, banalizando al mismo tiempo las diferencias. De hecho, el problema no está en qué son las diferencias sino en cómo inventamos y reinventamos, cotidianamente, a los “diferentes”. Por ello hay que separar rigurosamente la “cuestión del otro” –que es un problema filosófico desde siempre, relativo a la ética y a la responsabilidad por toda figura de alteridad- de la “obsesión por el otro”. Y me parece que la escuela no se preocupa con la “cuestión del otro” sino que se ha vuelto obsesiva frente a todo resquicio de alteridad, ante cada fragmento de diferencia en relación a la mismidad.

3. Sobre los eufemismos y los diferencialismos en la pedagogía: discapacidad, deficiencia, necesidades educativas especiales y otros nombres impuestos a los otros.
Es justamente en ese recambio de eufemismos donde más se advierten los reflejos del diferencialismo. Parece que hay una necesidad constante de inventar alteridad y de hacerlo para exorcizar el supuesto maleficio que los “diferentes” nos crean en tanto son vistos, como señala Nuria Perez de Lara (2001), como una perturbación hacia nuestras propias identidades. El lenguaje de la designación no es más ni menos que una de las típicas estrategias coloniales para mantener intactactos los modos de ver y de representar a los otros y así seguir siendo, nosotros, impunes en esa designación e inmunes a la relación con la alteridad. La cuestión de los cambios de nombres no produce necesariamente ningún embate, ningún conflicto, ni inaugura nuevas miradas en nuestras propias ideas acerca de quién es el otro, de cuál es su experiencia, de qué tipo de relaciones construimos en torno de la alteridad y como la alteridad se relaciona consigo misma. Por el contrario: perpetúa hasta el hartazgo el poder de nombrar, el poder de designar y la distancia con el otro. Digamos, por un lado, que es un esfuerzo para matar la ambigüedad y la ambivalencia que la alteridad suele provocarnos. Y por otro lado, que asume esa función ilusoria de que algo está cambiando. Creo que a pesar de disponer de todos los términos mencionados, muy poco ha cambiado en torno de nuestra relación pedagógica con lo otro y con los otros. De hecho no ha habido cambios radicales en los dispositivos técnicos y en los programas de formación que construyen discursos acerca de la alteridad, sea ésta denominada como “deficiente”, “con necesidades educativas especiales”, “discapacitadas”, “diversidad”, etc. Hay en todas ellas la presencia de una reinvención de un otro que es siempre señalado como la fuente del mal, como el origen del problema. Y, también, permanece incolúmne nuestra producción del otro para así sentirnos más confiantes y más seguros en el lado de lo normal.
Y creo necesario recordar aquí, además, que la expresión “políticamente correcto” fue pronunciada por primera vez por Stalin, para justificar sus purgas –y sus masacres- de todo aquello que no convergiera hacia aquello que podía considerarse como “normal político”. En educación lo “políticamente correcto” ha servido para cuidarnos de las palabras, para resguardarnos de sus efectos. Pero no para preguntarnos sobre aquello que dicen las palabras. Y mucho menos para comprender desde qué altura y cuál boca pronuncia esas palabras. Nietzsche tenía razón al decir que: “no todas las palabras convienen a todas las bocas”.

4. Reformas, leyes, textos y mercados en la educación actual.
Las reformas deben ser vistas como textos, sólo eso, y no como un punto de partida inevitable e inexcusable para repensar los cambios educativos. He visto una sobre-valoración de las reformas al mismo tiempo que un cierto menosprecio por los movimientos sociales que deben estar en la base de los cambios educativos. Ingresamos en la era de la “mercadología” del cambio educativo. En todo caso, esos textos pueden ser mejor comprendidos, si acaso fuera ello necesario, como un punto de llegada, es decir, como la materialización de un largo proceso que se refiere a otro tipo de cambios, especialmente aquellos que se refieren a la metamorfosis de nuestras identidades y de nuestras miradas –en este caso, nuestras identidades y miradas en relación a lo normal y lo anormal y a la mismidad y la alteridad-. Cuando de lo que se trata es de cambiar porque el texto, la ley, así lo dicen, estamos partiendo de una perspectiva equivocada, esto es, estamos entrando en la lógica de la ficción textualista y/o legalista. Esto, para mi, constituye una metástasis y no una metamorfosis educativa. Además: ¿son las reformas reflejos de movimientos sociales, culturales, comunitarios? ¿Son parte de aquello que llamamos de políticas del corazón? Por ello creo que existe, en la idea de integración, un punto de partida por demás paradojal. Por una parte parece que la escuela, toda escuela, debería abrir sus puertas de un modo incondicional, sin administrar la entrada de aquellos que aún no están en ella; y debe hacerlo sin que una ley o un texto lo indique. Pero cuando el cambio ocurre en virtud de una obediencia debida al texto, ingresamos en aquello que puede ser llamado como la “burocratización” del otro y de lo otro. Por lo tanto, hay aquí una primera discusión que no se refiere al futuro (¿qué haremos con los “diferentes”?) sino mucho más al pasado (¿qué hemos hecho con las diferencias hasta aquí?). Ahora bien: ¿qué significa abrir las puertas para los alumnos llamados como “especiales”? Esta pregunta puede responderse en dos planos sólo en apariencia diferentes: por un lado, significa que las escuelas no pueden volver a inventar un proceso de diferencialismo a su alrededor. Desde el mismo momento en que algunos alumnos, y no otros, son considerados y apuntados como “los diferentes” ya inscribimos ese proceso como separación y disminución del otro, contradictorio con aquello que los textos de la reforman anuncian y enuncian. He visto con demasiada frecuencia como la idea de integración/inclusión acaba por traducirse en una imagen más o menos definida: se trataría de dejar la escuela tal como era y como está y de agregarle algunas pinceladas de deficiencia, algunos condimentos de alteridad “anormal”. Sólo eso, nada más que eso.
Por otro lado, cabe aquí la pregunta acerca de quién es el problema pedagógico en relación a las diferencias, a todas las diferencias. La respuesta es muy simple: el problema es de todos, a cada instante. No es del “diferente”, no es del maestro, no es de las familias, no es de los otros alumnos. Por lo tanto, estas propuestas deben suponer el hecho de repensar todo el trabajo –o la ausencia de trabajo- en torno de las diferencias, de las diferencias conocidas y de las desconocidas. Lo que ocurre es que tal vez haya matices de diferencias hasta aquí ignoradas o bien que han estado siempre ocultas. Esas formas “novedosas” de diferencia –de cuerpo, de aprendizaje, de lengua, de sexualidad, de movimiento, etc.- deben ser vistas no como un atributo o posesión de “los diferentes”, sino como la posibilidad de extender nuestra comprensión acerca de la intensidad y la extensión de las diferencias en sí mismas.

5. Exclusión social versus integración escolar: ¿Es ésta, por acaso, una fórmula válida?
Soy de la idea que la cuestión de la integración debería plantearse en otros términos y no, simplemente, como respuesta única a la exclusión más obvia, más directa. Está claro que el mismo sistema político, cultural, educativo, etc., que produce la exclusión no puede tener la pretensión de instalar impunemente el argumento un sistema radicalmente diferente –llámase integración, inclusión, o como bien se llame-. A no ser que aquí la inclusión sea, como decía Foucault (2000), un mecanismo de control poblacional y/o individual: el sistema que ejercía su poder excluyendo, que se ha vuelto ahora miope a lo que ocurre allí afuera –y que ya no puede controlar con tanta eficacia- se propone hacerlo por medio de la inclusión o, para mejor decirlo, mediante la ficción y la promesa integradora. Al tratarse de un mismo sistema –reitero: político, cultural, jurídico, pedagógico- los procesos de exclusión e inclusión acaban por ser muy parecidos entre sí, siendo entonces la inclusión un mecanismo de control que no es la contra-cara de la exclusión sino que lo substituye. La inclusión puede pensarse, entonces, como un primer paso necesario para la regulación y el control de la alteridad. Por ello es que notamos, sobre todo, la presencia reiterada de una inclusión excluyente: se crea la ilusión de un territorio inclusivo y es en esa espacialidad donde vuelve a ejercerse la expulsión de todo lo otro, de todo otro pensado y producido como ambigüo y anormal. La inclusión, así, no es más que una forma solapada, a veces sutil, aunque siempre trágica, de una relación de colonialidad con la alteridad. Y es relación de colonialidad pues se continúa ejerciendo el poder de una lógica bipolar dentro de la cual todo lo otro es forzado a existir y subsistir. Al tratarse de dos únicas posibilidades de localización del otro –que en verdad, como mencioné, acaba por ser sólo un lugar- no hay sino la perversión del orden y el ejercicio de una ley estéril que persigue únicamente la congruencia. Llamo perversión a la delimitación, sujeción y fijación espacial y temporal del otro en esa lógica. La consecuencia de esta lógica perversa es que parece que sólo podemos entrar en relación con el otro de una forma fetichista, objetualizando al otro o bien en términos de racismo –que es una de las modalidades más conocidas del diferencialismo- o bien en términos de tolerancia, de respeto, etc. Y acabamos reduciendo toda alteridad a una alteridad próxima, a algo que tiene que ser obligatoriamente parecido a nosotros, o al menos previsible, pensable, asimilable. Así es que hacemos del otro un simulacro, un espectro, una cruel imitación de una no menos cruel identidad “normal”. Por ello creo que el binomio exclusión/inclusión no nos deja respirar, no nos permite vivir la experiencia de intentar ser diferentes de aquello que ya somos, de vivir la diferencia como destino y no como tragedia, ya no como aquello que nos lleva a la desaparición de todo otro que puede ser, como decían Baudrillard y Guillaume (2000) radicalmente diferente de nosotros. De algún modo en lo que estoy pensando es que el problema de la diferencia y la alteridad es un problema que no se somete al arbitrio de la división entre escuela común y escuela especial: es una cuestión de la educación en su conjunto; esto es: o se entiende la educación como una experiencia de conversación con los otros y de los otros entre sí, o bien se acaba por normalizar y hacer rehén todo lo otro en términos de un “nosotros” y de un “yo” educativo tan improbable cuanto ficticio. Y no estoy sugiriendo algo así como una pedagogía del diálogo, de la armonía, de la empatía, del idilio con el otro. Más bien pienso en una conversación que, como dice Jorge Larrosa (2002), sirva para mantener las diferencias, no para asimilarlas.

6. Diversidad y diferencias en la educación.
Sospecho del término “diversidad”. Sobre todo por su aroma a reforma y por su rápida y poco debatida absorción en algunos discursos educativos igualmente reformistas. “Diversidad” siempre me ha parecido “bio-diversidad”, esto es, una forma liviana, ligera, descomprometida, de describir las culturas, las comunidades, las lenguas, los cuerpos, las sexualidades, las experiencias de ser otro, etc. Y me parece, otra vez, una forma de designación de lo otro, de los otros, sin que se curve en nada la omnipotencia de la mismidad “normal”. Homii Bhabha (1994) decía que la expresión diversidad implica una forma de remanso, de calma, que enmascara las diferencias. Hablar de “diversidad” parece ser una forma de pensar los torbellinos y los huracanes culturales y educativos desde un cómodo escritorio y, sobre todo, de mantener intacta aquella distancia, aquella frontera -inventada históricamente- que separa aquello que es diversidad de aquello que no lo es. Así “diversidad” se parece mucho más a la palabra “diferentes” antes mencionada que a una idea más o menos modesta de la “diferencia”. Además recordemos que la “diversidad” en educación nace junto con la idea de (nuestro) respeto, aceptación, reconocimiento y tolerancia hacia el otro. Y esto es particularmente problemático: la diversidad, lo otro, los otros así pensados, parecen requerir y depender de nuestra aceptación, de nuestro respeto, para ser aquello que ya son, aquello que ya están siendo. Escribí acerca de ello, sobre todo en el libro ¿Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia (2002) refiriéndome en particular a la cuestión de la tolerancia hacia la diversidad: tolerar al otro supone mucho más poner en evidencia “nuestras” virtudes y vanidades, que un cambio en la ética de la relación con la alteridad; tolerar al otro, lo otro, es dejar claro que ese otro, eso otro, es moralmente censurable, detestable, y que nosotros somos generosos al permitirles seguir viviendo en esa “condición” de diversidad.
En cambio, al hablar de las diferencias en educación, no estamos haciendo ninguna referencia a la distinción entre “nosotros” y “ellos”, ni estamos infiriendo ninguna relación o condición de aceptabilidad acerca de lo otro y de los otros. La diferencia, sexual, de generación, de cuerpo, de raza, de género, de edad, de lengua, de clase social, de cuerpo, de etnia, de religiosidad, de comunidad, etc., todo lo envuelve, a todos nos implica y determina: todo es diferencia, todas son diferencias. Y no hay, de este modo, algo que no sea diferencias, algo que pueda suponerse como lo contrario de diferencias. Sería apropiado decir aquí que las diferencias pueden ser mejor entendidas como experiencias de alteridad, de un estar siendo múltiple, intraducible e imprevisible en el mundo. Por eso creo que en educación no se trata de mejor caracterizar qué es la diversidad y quién la compone, sino en mejor comprender como las diferencias nos constituyen como humanos, cómo estamos hechos de diferencias. Y no para acabar con ellas, no para domesticarlas, sino para mantenerlas y sostenerlas en su más inquietante y perturbador misterio.

7. La formación, la “preparación” y la hospitalidad de la escuela.
No es que la escuela o los maestros no están preparados. Me parece que todavía no hay un consenso sobre lo que signifique “estar preparados” y, mucho menos, acerca de cómo debería pensarse la formación en términos de integración. Por una parte, cabe la pregunta de si es necesario o no crear o reinventar y reproducir un discurso racional, técnico, especializado sobre ese otro “específico” que está siendo llamado a la integración. Mi respuesta es, con todo el énfasis que pueda darle, que no, que de ninguna manera: no hace falta un discurso racional sobre la sordera para relacionarse con los sordos, no hace falta un dispositivo técnico acerca de la deficiencia mental para relacionarse con los así llamados “deficientes mentales”, etc. Por otro lado, tal vez haya una necesidad que es aquella de una reformulación sobre las relaciones con los otros en la pedagogía. No estoy de acuerdo con las ideas actuales de formación que conservan intactas las mismas estrategias y los mismos textos que criticamos desde siempre, acusándolas de ser invenciones, estereotipos, traducciones y fijaciones de la alteridad. Esos son modos coloniales que se refieren al otro, sea quien fuera ese otro, impunemente, como un otro incompleto, insuficiente, que debe ser corregido –a la vez que se afirma que es incorregible- pues “está mal, está equivocado en ser aquello que es”. Me imagino una formación orientada a hacer que los maestros puedan conversar –conversar, en el sentido que expliqué anteriormente- con la alteridad y que posibiliten la conversación de los otros entre sí. Es por eso que entiendo que habría algunas dimensiones inéditas en el proceso de formación, más allá de conocer “textualmente” al otro, independientemente del saber “científico” acerca del otro: son aquellas que se vinculan con las experiencias que son del otro, de los otros, con la vibración en relación al otro, con la ética previa a todo otro específico, con la responsabilidad hacia el otro, con la idea que toda relación con la alteridad es, como decía Lévinas (2000), una relación con el misterio. Si continuamos a formar maestros que posean sólo un discurso racional acerca del otro pero sin la experiencia que es del otro, el panorama seguirá obscuro y esos otros seguirán siendo pensados como “anormales” que deben ser controlados por aquello que “parecen ser” y, así, corregidos eternamente. Por eso me distancio un poco de esa discusión hábilmente puesta en juego por las reformas acerca de la formación especializada o generalista para los educadores. Me da la sensación que se trata de un debate que, frente a las nuevas dimensiones que apenas acaba de esbozar, acaba por ser superfluo, casi irrelevante.

8. Algunas preguntas para una nuevo pensamiento político en torno de las diferencias.
Quisiera dejar apenas para un análisis posterior algunas preguntas acerca de los cambios educativos, de cuyas respuestas posibles, podrá ser pensada o tal vez reinventada una política y una pedagogía para las diferencias. Esas preguntas serían:

- ¿Se trata de una preocupación, una responsabilidad, una ética o de una descarnada e descarada obsesión por el otro?

- ¿Es una respuesta a una pregunta que es nuestra acerca del otro, o una pregunta que es del otro?

- ¿La formación consiste en hablar del otro o hablar de la perturbación que el otro crea en mí?

- ¿Es una pregunta acerca del futuro (qué haremos con ellos) o tres preguntas acerca del pasado (que hemos hecho con las diferencias, que han hecho las diferencias en mi, que han hecho las diferencias por ellas mismas)?

- ¿Se trata de una pedagogía para explicar al otro o para conversar con el otro?

- ¿La entrada del otro es diferencia, diferenciación, diferencialismo, entrada de los diferentes?

- ¿La reforma como experiencia del especialista o desconstrucción a partir de la expriencia de ser otro?

9. Algunas palabras para un docente que va a integrar un alumno que viene de la educación especial (si el docente estuviera, por acaso, interesado en mis palabras).
No hay cambio educativo en un sentido amplio sin un movimiento de la comunidad educativa que le otorgue sentidos y sensibilidades. Que pensar que los cambios se resuelven fuera de ese contexto es una falacia, una impostura. Que no se trata de esfuerzos personales, de actitudes filantrópicas, benéficas o de boy-scout. Que en su afán e interés por integrar al otro no se pierda en los laberintos de los nombres y los saberes inventados. Que se aproxime a las experiencias que son de los otros, pero que no reduzca al otro en la mismidad egocéntrica y hegemónica de la educación. Que no se trata sólo de una preocupación por “hospedar” al otro y de imponerle, como bien nos dice Jacques Derrida (2001), las leyes de la hospitalidad que la tornan hostilidad: la imposición de la lengua “única”, el comportamiento considerado como “normal”, el aprendizaje “eficiente”, la sexualidad “correcta”, etc. Le diría, si aún sigue interesado en mis palabras, que no se transforme en un típico funcionario de aduana, que apenas vigila –y entonces forma parte y, así, construye él mismo- aquella perversa frontera de exclusión e inclusión. Que cambie su propio cuerpo, su propio aprendizaje, su propia conversación, sus propias experiencias. Que no haga metástasis, que haga metamorfosis. En fin, a ese docente le recordaría aquello que Nietzsche entendía por educación, es decir: el arte de re-bautizarnos y/o de enseñarnos a sentir de otro modo.

Referencias.
Baudrillard, Jean & Guillaume, Marc. Figuras de la alteridad. México: Taurus, 2000.

Bhabha, Homii. The location of Culture. London: Routledge, 1994. Hay edición en español.


Derrida, Jacques. Anne Duforurmantelle invite Jacques Derrida à répondre De l’hospitalité. Paris: Calmann-Lévy, 1997. Hay versión en español (2001).


Foucault, Michel. Los Anormales. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.

Larrosa, Jorge. El arte de la conversación. Epílogo al libro de Carlos Skliar: Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia. Buenos Aires: Miño y Dávila, 2002.

Levinas, Emanuel. Ética e infinito. Madrid: La balsa de la Medusa, 2000.

Nietzsche, Friederich. Todos los aforismos. Buenos Aires: Leviatán, 2001.

Perez de Lara, Nuria. Identidad, diferencia y diversidad: mantener viva la pregunta. En Jorge Larrosa & Carlos Skliar (Compiladores) Habitantes de Babel. Política y poética de la diferencia. Barcelona: Editorial Laertes, 2001.

Skliar, Carlos. Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia. Buenos Aires: Miño y Dávila, 2002.



Carlos Skliar es profesor del Departamento de Estudios Especializados y del Programa de Posgraduación de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Porto Alegre, Brasil. Participa como docente en el Programa de Atención a la Diversidad de C.T.E.R.A y como docente invitado en la maestría en Gestión Educativa de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO.
Ha sido investigador invitado del Consejo Nacional de Investigaciones de Italia y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas del Brasil y profesor visitante de la Universidad Metropolitana de Santiago de Chile y de la Universidad de Barcelona. Entre sus últimas producciones se destaca la organización junto a Jorge Larrosa del libro “Habitantes de Babel. Política y poética de la diferencia” (Barcelona: Editorial Laertes, 2001) y la autoría del libro “¿Y si el otro no estuviera ahí? Notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia” (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2002).

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